domingo, 13 de mayo de 2007

ANTIGONA O LA OBEDIENCIA

Autor: Silvia de Alejandro

Se encienden las luces.
ANTÍGONA está arrodillada con las manos apoyadas en un piso con tierra seca desparramada.
Al piso.

Tierra, tierra de Tebas, en la que mis hermanos y yo, los hijos de Edipo, dimos nuestros primeros pasos.
Tierra, tierra de mi patria, madre protectora, que amortiguaste en tu blando regazo nuestros tropiezos y caídas.
Sé compasiva con este hijo tuyo que ha caído sobre ti, dobladas las rodillas bajo el peso insoportable de la muerte.
Recuerda cómo, siendo apenas un niño, gateaba sobre tu cálida superficie, cómo te acariciaba con sus pequeñas palmas, con sus tiernas rodillas.
Ábrete hospitalaria.
Ábrete, para albergar en tu seno su cuerpo abandonado ya por el soplo de la vida.
Recíbelo en tus entrañas, madre amorosa.
Recíbelo en tu dulce vientre para que, cobijado por tu manta terrosa, duerma su sueño eterno.

ANTÍGONA cava.
Incrementa gradualmente el esfuerzo al cavar hasta agitarse.
Ofuscada, golpea la tierra con los puños.
Llorando, en voz alta.

Tierra dura.
Tierra cruel.
Madre, sí.
Madre despiadada, a la que regreso una y otra vez, para que una y otra vez me expulses, impasible ante mis sufrimientos, indiferente ante mi amor de hija.
Ilusa de mí, que pensé que podrías enternecerte ante el cuerpo de este hijo tuyo atravesado por la lanza.
¿Por qué habías de cambiar?
Si, mezquina, te negaste a procurarle alimento cuando el hambre estrangulaba su estómago.
Si, severa, agrietaste sus plantas cuando hollaba tus caminos de polvo ardiente.
Ya bebiste sus libaciones de sangre, ¿qué más puedes pedir a un muerto?, ¿qué más te puede dar un muerto?

Pausa.
Mira hacia arriba y en torno a sí.
Se seca las lágrimas.
Con amargura.

El sol abrasa con fuego inclemente esta tierra.
Sus rayos implacables arrebatan su humedad.

Mira al piso.
Lo toca.

La dejan cocida como un ladrillo.

Golpea con los puños la tierra, desanimada.

Inhumana tierra.

Pausa.

Clama su vientre árido de grietas abiertas simientes de agua.

Mira hacia arriba.

Pero, en el horizonte, ninguna nube engorda esperanzas de lluvia.

Para sí.

El cielo también parece estar ensañado con la raza de Edipo.

Pausa.
Levanta la cabeza y mira hacia atrás por sobre su hombro.

También el viento.
Mudo delator, arrastra el olor de su cuerpo que ya ha empezado a pudrirse.

Pausa.
Al público.

Los muertos no pueden hablar, pero se hacen entender.

Cava con ahínco.

Yo te enterraré, hermano.
Estas lágrimas que sin cesar ruedan por mis mejillas ablandarán estos secos terrones.
Estas manos, que no nacieron para acariciar, cavarán tu tumba, cubrirán de tierra esos rizos que el polvo y la sangre han dejado pegados a tu cabeza.
Yo te enterraré.

Se detiene.
Al frente.

¡Que proclame el tirano sus decretos de odio!
¡Que se desgañite lanzando órdenes impías!
Este muerto es mío.
La sangre detenida en sus venas es mi sangre.
Nadie va a privarme a mí, a Antígona, de honrar su cadáver con los ritos sagrados.
Nadie.
Es mi muerto.
¡Que desahogue su prepotencia con promesas tormentos y suplicios!
¡Que se cebe en su arrogancia de hombre con poder!
Yo no soy su esclava.
Ni él ni nadie impedirá que mi muerto entre en el reino de los muertos.
No hay amenaza de hombre que fuerce a Antígona a desoír las inquebrantables leyes de la sangre.

Cava.

Yo te enterraré, hermano.
Aunque el premio a mi piedad sean las pedradas que quiebran los huesos y laceran las carnes.
Aunque mi recompensa sea el escarnio de hombres con corazón de acero.
O la densa oscuridad de una tumba labrada en la roca.
Yo te enterraré.
Porque no hay poder entre los hombres que pese más que tu cadáver.

Pausa.

Ni siquiera esta dura tierra podrá detenerme.

Cava con ahínco.
Se detiene, levanta la cabeza y mira hacia atrás por sobre su hombro.

El viento, mensajero sin voz, vuelve a traerme su hedor.

Al público.

Los muertos no saben esperar.

Cava con ahínco.

Me apuro, hermano, me apuro.
Es que esta tierra... esta tierra parece repeler mis manos…
Pero no temas.
Antígona no te abandonará.
Antígona no traicionará los venerables vínculos de la familia.
¿Cómo habría de desampararte ahora que tus brazos, que tus piernas yacen inertes sobre esta tierra cuarteada?
Yo te enterraré, hermano.
Estas duras piedras no podrán evitarlo.
Con la sangre de mis yemas destrozadas las ablandaré.
Sepultaré tus piernas, esas piernas que no fueron capaces de sostener tu cuerpo en la muerte.
Sepultaré tus brazos, esos brazos que en un duelo fratricida mezclaron tu sangre a la de tu hermano hasta hacer una sola sangre, mi sangre.
Yo te enterraré, hermano.
Cubierto por esta tierra que mis lágrimas, que mi sangre habrán regado, volverás a ser, hermano mío, Polinices, el hijo de Edipo, y no un montón de carne pudriéndose bajo el sol.

Se detiene, con las manos en el piso.

No hay castigo, no hay destino que me haga desistir de cumplir con mi muerto.
Porque no hay dolor en esta vida que yo, Antígona, no haya soportado.

Al público.

Mis hombros cargaron con el brazo tembloroso de mi padre.
Cuando lo cegó el horror de su abominable matrimonio, mis ojos fueron los ojos que guiaron su errar.
Mis manos, las que acercaron a su boca el alimento y el agua que lo sujetaron a la vida.

Cava.
Con la mirada en sus manos.

Con estas manos, que cavan tu tumba, hermano, lavé su cuerpo debilitado por penas sin nombre.
Con estas manos, que pronto te procurarán las honras que te son debidas, remendé sus ropas indignas de un rey.

Se detiene, con las manos en el piso.
Al público.

¡¿Cómo no había yo de cuidarlo?!
Él también fue mi hermano.
El mismo vientre nos nutrió.
Del mismo vientre salimos a la luz.

Pausa.
Para sí.

¡Él nunca debió haber arado esos campos!
¡No debió arar esos campos en los que él mismo había sido sembrado!

Pausa.
Para sí.

No, ese vientre jamás debió ser sembrado.
Porque ese vientre no debía parir esta estirpe que solo sabe de espanto.

Cava con poco esfuerzo y queda con las manos inmóviles en el piso.
Con la mirada perdida al frente se vislumbra una sonrisa.

Hermoso fue privar mi boca del bocado que acallaba su hambre, del agua que traía alivio a su garganta sedienta.
Hermoso fue privar mi cuerpo de ese único manto, deshilachado y lleno de agujeros, que lo protegía del frío.
Hermoso fue, en el suelo duro que deja los huesos doloridos, no rendir los párpados al cansancio para velar su sueño.
Hermoso era, con tal que tuvieran tregua las fatigas de su alma.

Pausa.
Seria.
Se toca las partes de su cuerpo a medida que las nombra.

En ese dolor que me mordía el estómago, en ese cansancio que desfallecía los miembros estaba la fuerza con que cada mañana volvía a levantar mi cuerpo del suelo inhóspito.
En estos labios secos, que no nacieron para besar, en estas arrugas que el sol grabó prematuramente en mi piel de doncella, estaba la fuerza que cada día movía mis pies por caminos sin rumbo.

Pausa.
Cava.

Antígona no nació para abandonar a los suyos.

Pausa.

Mujeres.
Sí, somos mujeres, hermanita.
No reniegues de eso.

Se detiene, con las manos apoyadas en el piso.

Por ser mujer, precisamente, deberías cargar con tu muerto.
¿A qué manos, sino a las tuyas y a las mías, les corresponde lavar su cuerpo?
¿A cuáles, sino a las nuestras, les toca verter sobre su tumba miel y leche, dulce vino, agua pura de las fuentes de Tebas?
¿Cómo puedes resignarte a obedecer el despótico capricho de un hombre cuando cadáver insepulto de tu hermano estará pronto a merced de bestias salvajes?
¿Cómo puedes, cuando sus despojos permanecen indecentemente privados de nuestros llantos y lamentos?
Y cuando te llegue la hora –porque más tarde o más temprano te va a llegar–, ¿con qué cara te vas a presentar ante nuestros padres en el Hades?
¿Les dirás a ellos también que como eres mujer no te atreviste a enfrentar a un hombre?
¿Te crees, acaso, que ellos perdonarán tu cobardía?

Pausa.

Cada uno es como es.
Vanamente creí que por una vez podías ser digna de tu linaje.
No, yo no elegí, como vos, hermanita, los lujos del palacio cuando nuestro padre tuvo que abandonar la patria rumbo a la nada.
No, claro que no, hermanita.
Mi principado fue mi devoción a su cuidado.
Mis diademas fueron los nudos de mis cabellos sin arreglos.
Mis collares, los brazos con que mi padre rodeaba mi cuello.
Mis vestidos de princesa, los andrajos con que limpié el sudor de su frente.
Mis pendientes, las lágrimas que mis ojos derramaron sin dejar escapar ni un gemido para no agobiarlo a él con mi pena.
A él, cuyas órbitas vacías no podían proporcionarle ni el mísero alivio del llanto.

Pausa.

No, no hay dolor en esta vida que Antígona no haya probado.

Mira hacia atrás por sobre su hombro.

Vos como yo, hermano, supiste lo que es el exilio.
Vos también anduviste errante por caminos solitarios.
La negra noche fue tu único manto.
Raíces amargas –cuando las encontrabas–, tu sustento diario.

Al público.

El sufrimiento nos hermanó, no la carne.
No fue el vientre de nuestra madre, ni la fecunda simiente de nuestro padre.
No.
Fue el hambre que grita en el estómago, la sed enmudece la lengua que en la boca, el frío lacerante de las noches sin luna y sin fuego.

Cava.

Yo, tu única hermana, te enterraré.

Pausa.
Se detiene, con las manos en el piso.

Hermoso será el castigo que decrete el tirano.
Con gozo aceptaré cada piedra.
Cada herida, cada golpe serán para mí los besos, las caricias que no recibiré ya de ningún hombre.
La sangre que mane de mi piel desgarrada será para mí la mancha de mis sábanas de recién casada.
El vituperio de los ciudadanos serán mis cantos de boda.
La tumba labrada en la piedra en la que exhalaré mi último aliento, mi cámara nupcial.

Pausa.
Cava.

Yo te enterraré, hermano.
Hermoso será el dolor de mis uñas arrancadas para cavar el lecho en la que descansarás tu eternidad.
Hermosas serán las llagas que se abran en las palmas de mis manos, si con esta ofrenda de sangre hago a la tierra propicia a mis ruegos.
Nada me podrá doblegarme.

Cava con ahínco.

Yo te enterraré.

Pausa.

Y si, imperturbable, la tierra se rehusara a abrirse, con mi propio cuerpo cubriré tu cuerpo.

Se detiene, con las manos en el piso.

Con tal que perdonen tus carnes, lo ofreceré como pasto a las aves carroñeras. Convertida en polvo, te ocultaré para que el viento no te ultraje proclamando el inmundo hedor de tu muerte, para que el cielo no vea el festín que los gusanos se darán con tu cuerpo.

Cava.

Yo te enterraré.

Se detiene, con las manos en el piso.

Y si, inconmovible, la tierra se negara a abrirse, enterraré tu cuerpo en mi estómago.
Bocado tras bocado tragaré la negra sangre paralizada en tus arterias.
Yo misma roeré la carne de tus huesos, con tal que los perros no se ceben con tu cadáver.
Convertida en tumba, te esconderé, para que el sol no vea cómo se vacían las cuencas de tus ojos, ni cómo babea tu boca líquidos inmundos, ni la obscena mueca de la muerte.

Al frente.

Yo, Antígona, te enterraré, hermano.

Cava con ahínco.

APAGÓN.

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