domingo, 13 de mayo de 2007

EL SEÑOR DE PARIS

Autor: Gerónimo Grillo


MOMENTO I


Se escucha un vals de Strauss. Oscuridad. Cesa la música y se oye el tic tac de un reloj, seis campanadas, un zumbido rápido y un golpe seco. Una luz tenue ilumina una habitación gris. En un costado hay una mesa de madera gruesa y alargada de patas macizas. Sobre la mesa se desliza una barra de hierro de la que cuelgan jarras, ollas y cacerolas. En el otro extremo se encuentran cinco cubos blancos tres de los cuales están juntos y los otros dos colocados a ambos lados. Entre ellos hay una alfombra con dibujos de volutas y flores. Los cubos se encuentran enmarcados por un pequeño cortinado rojo que apenas se perfila, amarrado a un lado a través de un cordón dorado. Entra, por donde se encuentran los cubos blancos, un hombre vestido con una levita negra y un sombrero de copa. Es regordete, de manos alargadas y finas y lleva el cabello entrecano suelto. Porta un maletín. Arroja el sombrero sobre uno de los cubos y deja el maletín en el piso.

ANATOLE: ¡Marcelle, Marcelle!

Del otro extremo aparece corriendo una joven con un vestido largo y suelto, estampado con pequeñas florcitas. El cabello largo lo lleva amarrado a la nuca con un moño.

MARCELLE: ¡Papá, papá!

Se abrazan. Se toman de las manos y quedan mirándose.

ANATOLE: Cada día estás más hermosa, mi querida Marcelle.

MARCELLE: Y usted más buen mozo.

ANATOLE: Repítelo que me lo voy a creer.

MARCELLE: Y usted más buen mozo.

Anatole suelta una carcajada.

ANATOLE: En todo caso, más viejo, hija, más viejo.

Se desprende de las manos de Marcelle y se sienta en uno de los cubos. Marcelle se sienta en sus rodillas.

MARCELLE: ¿Y cómo fue el viaje?

Anatole suelta un suspiro.

ANATOLE: Aburrido, rutinario, tedioso y molesto.

MARCELLE: Ay, papá. Usted dice todas esas cosas para no llevarme. Cuantas veces se lo he pedido. Una, diez, cien, mil, y usted siempre me dice lo mismo, que son aburridos, rutinarios, tediosos…

ANATOLE: …y molestos.

MARCELLE: Y molestos. No me importa. Yo voy a hacer que sean entretenidos, agradables y divertidos.

Anatole ríe.

ANATOLE: Estoy seguro, Marcelle, estoy seguro. Pero no creo que un viaje de negocios pueda ser divertido.

MARCELLE: Confíe en mí. Lléveme y lo averiguaremos juntos. Sueño con conocer Lyón, Nantes, Orleáns. Hasta me conformaría con ir aquí cerca. A Versalles.

ANATOLE: Ay, hija, hija. Si todas las ciudades son iguales. Unas son copias exactas de las otras. Los arquitectos no tuvieron demasiada imaginación para construirlas. Hay una plaza principal rodeada por la catedral, la alcaldía y el mejor hotel. El resto, ni vale la pena mencionarlo.

MARCELLE: No es cierto, papá. Usted no quiere que yo lo acompañe.

Entra una mujer madura de aspecto regordete. Lleva un vestido largo semi acampanado de color azul fuerte. El cabello lo tiene recogido en un peinado elaborado.

ROSALIE: Qué es todo este bullicio.

ANATOLE: Mi querida Rosalie, tu adorada hija no me da paz ni sosiego.

ROSALIE: Marcelle, deja tranquilo a tu padre que debe estar cansado del viaje… Y siéntate como corresponde…

MARCELLE: Pero mamá…

ROSALIE: No hay pero.

ANATOLE: Marcelle quiere a toda costa acompañarme en uno de mis viajes de negocios.

ROSALIE: Válgame el cielo, es lo más absurdo que he escuchado en mi vida. Anatole, deberías controlar más a tu hija.

Rosalie toma a Marcelle por el brazo y la empuja deslizándola de las rodillas de Anatole a uno de los cubos. Rosalie se sienta a su lado.

MARCELLE: No veo que tenga de malo.

ROSALIE: Yo nunca acompañé a tu padre en sus viajes de negocios.

MARCELLE: Que no lo hayas hecho tú no significa que no lo pueda hacer yo.

ROSALIE: Pero la has escuchado Anatole. ¿Es eso lo que te enseñan las monjas del convento? Responderle así a tu madre.

Resalie se levanta, toma el maletín y se lo lleva.

MARCELLE: Mamá, los tiempos han cambiado… ¿No es cierto, papá?... Desde la última revolución…

Rosalie entra.

ROSALIE: No me hables de revolución, por favor. En este país parece que surgieran como hongos debajo de la tierra.

ANATOLE: Basta, no se toque más el tema.

Anatole se levanta.

ANATOLE: Revolución o no revolución, me imagino que saben que día es hoy.

Rosalie se dirige a la mesa de madera, saca un delantal blanco de cocinero y se acerca a Anatole.

ROSALIE: Lo sé de memoria desde que nos casamos Hoy es Martes, tu día de esparcimiento.

ANATOLE: Así es, mi querida Rosalie. ¿Y dónde está mi ayudante predilecta?

Marcelle sentada se acomoda el vestido.

ANATOLE: Vuelvo a repetir. ¿Y dónde está mi ayudante predilecta?

ROSALIE: ¡Marcelle! Tu padre te está llamando.

Rosalie estira la mano que sostiene el delantal hacia Marcelle que mira a su madre clavándole la vista y retorciendo la boca en una mueca. Se levanta despacio, toma el delantal, lo abre, se coloca detrás de Anatole y lo extiende sobre su pecho. Anatole baja la cabeza, Marcelle pasa el cordón que sostiene la parte superior del delantal, toma las dos tiras de los costados y las abrocha a la espalda haciendo un moño. Anatole sonríe.

ANATOLE: Hazle dos nudos al moño, Marcelle, para que no se suelte.

MARCELLE: Así es, papá. Usted sabe muy bien que siempre lo he hecho así.

Rosalie mira de cerca como Marcelle hace los nudos.

ANTOLE: Como yo te enseñe.

MARCELLE: Como usted me enseñó.

Anatole tira del delantal.

ANATOLE: Hum, está bien apretado. En el sitio justo y en el grado correcto. Ni demasiado tenso ni demasiado flácido.

Anatole acaricia el rostro de Marcelle sonriendo. Marcelle esta lívida. Anatole se refriega las manos.

ANATOLE: Bueno, ahora, manos a la obra.

Anatole y Rosalie se acercan a la mesa y se paran detrás de ella. Marcelle permanece de pie entre los cubos con la mirada extraviada.

ANTOLE: Marcelle, te estamos esperando en la cocina…

Marcelle se acerca despacio y se coloca al lado de Anatole. La mesa se ilumina con una luz blanca brillante. El entorno se oscurece.

ANATOLE: Rosalie, los implementos.

Rosalie sale. Anatole saca cuchillos de diferentes tamaños y dos tablas grandes de madera que coloca sobre la mesa. Rosalie entra llevando una bandeja grande. Sobre la bandeja hay una gallina muerta desplumada, varias zanahorias, algunas papas y una olla alta. Rosalie deposita la bandeja sobre la mesa y le entrega las papas y las zanahorias a Anatole que las deposita una a una sobre la mesa. Rosalie toma la gallina por la cabeza y las patas y se la entrega a Anatole que la recibe en la misma forma. Marcelle está con la mirada clavada en un punto fijo y con los brazos a los costados del cuerpo. Anatole deposita la gallina sobre la mesa, la examina acariciando el cuerpo y le golpea el pecho con la mano.

ANATOLE: Una buena gallina, Rosalie. Piel rozagante, muslos largos y rellenos, y un par de pechos que más de una mujer envidiaría.

ROSALIE: Anatole, que está la niña.

ANATOLE: Que es toda una mujer. ¿No es así, Marcelle?

MARCELLE: Así es, papá.

Anatole acaricia el cuerpo de la gallina.

ANATOLE: Lo ves Rosalie. Ella misma lo dice. ¿Y dónde compraste semejante belleza?

ROSALIE: En la tienda de Madame Lafornie.

ANATOLE: Oh, sí, Madame Lafornie suele tener especimenes excelentes. Pero creo que con éste ha sobrepasado todas mis expectativas.

ROSALIE: Si tu lo dices…

Anatole se toca la nariz.

ANATOLE: Mi olfato, es mi olfato, Rosalie. ¿No es así, Marcelle?

MARCELLE: Así es, papá.

ANATOLE: ¿Cómo, mi ayudante predilecta no tiene puesta la indumentaria apropiada?

ROSALIE: Disculpa Anatole, fue un descuido mío.

Rosalie se acerca por detrás de Marcelle con un delantal blanco, le pasa la parte superior por la cabeza y abrocha los lazos del delantal en la parte posterior. Marcelle permanece inmóvil. Rosalie le arregla el cabello a Marcelle.

ANATOLE: ¿Cómo está el nudo, Rosalie?

Rosalie tira por detrás el delantal que Marcelle tiene colocado.

ROSALIE: Ni demasiado tenso ni demasiado flácido.

ANATOLE: En su justa medida.

ROSALIE: Así es, Anatole.

ANATOLE: Como yo te enseñé.

ROSALIE: Como tú me enseñaste.

ANATOLE: Excelente. Vayamos ahora a la acción. Rosalie, pela las papas y corta las zanahorias.

Rosalie se coloca a la izquierda de Anatole, toma un cuchillo y corta las zanahorias. Las coloca dentro de la olla.

MARCELLE: ¿Por qué tenemos que hacer esto, papá?

ANATOLE: Esto qué.

MARCELLE: Esto.

ANATOLE: ¿Cocinar? Pero si es mi entretenimiento preferido. Mi distracción. Después de un día de trabajo agobiante nada me relaja más que la cocina.

MARCELLE: Pero a mí no me gusta.

ROSALIE: Te dije Anatole que no sirve de nada mandarla al convento de esas monjas.

ANATOLE: Hija, un día te habrás de casar y deberás cocinarle a tu marido. Rosalie trae agua y un trapo para limpiar la gallina.

Rosalie sale y entra trayendo una palangana con agua y un trapo colgando del brazo.

ROSALIE: ¿Dónde lo dejo, Anatole?

ANATOLE: Aquí, de éste lado.

Rosalie deja la palangana y el trapo sobre la mesa al lado de Marcelle.

ANATOLE: A ver mi querida Marcelle, si aprendió lo que su padre le ha enseñado.

Rosalie se coloca en su lugar y pela las papas. Las arroja en la olla. Marcelle moja el trapo en la palangana, lo retuerce, lo abre, y entrecerrando los ojos y apretando la boca, toma el cuerpo de la gallina y le pasa el trapo húmedo. Anatole la mira.

ANATOLE: Con más energía, Marcelle. Con más fuerza… No, no, así no, hija…

Anatole coloca su mano sobre la mano de Marcelle, aprieta su cuerpo contra el de ella y guía sus movimientos.

ANATOLE: Así, ve, es así como se limpia. Siempre siguiendo movimientos envolventes.

Suelta la mano de Marcelle. Ella pasa el trapo por el pecho de la gallina.

ANATOLE: El cuello, Marcelle. No te olvides del cuello.

Marcelle pasa el trapo por el cuello de la gallina.

ANATOLE: Ahora las patas.

Marcelle limpia las patas de la gallina. Anatole observa.

ROSALIE: Leí en el diario que atraparon al anarquista que puso una bomba en el café Terminus.

ANATOLE: Sí, me enteré durante el viaje. Fue un tal Emile Coigny…

Marcelle se queda quieta mirando un punto fijo.

ROSALIE: Murió una persona y hay cientos de heridos. ¿Cómo alguien puede hacer algo tan repugnante? Gente inocente sentada en un café, charlando, divirtiéndose, y de pronto caen en las manos de un loco.

ANATOLE: Ya se encuentra bajo la custodia del estado y los jueces sabrán muy bien que hacer con él.

ROSALIE: ¿No tiene madre, no tiene padre? Son mentes enfermas. Veinte años, veinte miserables años tiene el desgraciado. Tengo miedo, Anatole. Esa gente no tiene escrúpulos. No tiene principios. No tiene moral.

ANATOLE: Anarquistas. Son anarquista, Rosalie

ROSALIE: ¿Qué es lo que buscan?

ANATOLE: Nuestra destrucción, Rosalie. Nuestra destrucción… Marcelle…. Marcelle

MARCELLE: Sí, papá.

ANATOLE: ¿Qué pasa? Estás distraída, niña.

MARCELLE: No… No….

ROSALIE: Sí, sí… No sé lo que le está sucediendo últimamente, pero la veo con la mirada perdida, extraviada…

ANATOLE: ¿Es cierto, Marcelle?

MARCELLE: No, papá… En lo absoluto…

ROSALIE: Oh, yo lo he visto muy bien. A mí no se me escapa nada…

MARCELLE: Debe ser… Debe ser… Las tareas que me da la Madre Superiora…

ANATOLE: No estarás pensando entrar al convento…

MARCELLE: ¿Al convento?

ANATOLE: Sí, como monja…

Rosalie se ríe.

ROSALIE: Por Dios, Marcelle una monja… Es lo mismo que pedirle a Madame Lafornie una docena de huevos frescos sin que ninguno esté podrido.

Anatole pone la mano debajo del mentón de Marcelle y gira su rostro hasta colocarlo frente al suyo. La mira a los ojos.

ANATOLE: Está todo bien, entonces…

Marcelle retira la mirada rápidamente y fija los ojos adelante.

MARCELLE: Todo bien…

ANATOLE: Y si es así, ¿por qué te has olvidado de limpiar la parte trasera de la gallina?

MARCELLE: No lo sé… No lo sé, papá…

ANATOLE: Me extraña, Marcelle… Todos aquí conocemos muy bien cuál es el procedimiento…

MARCELLE: Sí… Si…

Rosalie hablándole en el oído a Anatole.

ROSALIE: Te dije que está rara…

Marcelle da vuelta la gallina y la limpia. Anatole observa.

ANATOLE: Con movimiento envolvente, Marcelle. Con movimiento envolvente… Más energía… Más fuerza…

Marcelle limpia la gallina moviendo el trapo en círculos. La da vuelta colocándola con la pechuga hacia arriba. Pone el trapo dentro de la palangana y estira los brazos a los costados del cuerpo. Anatole saca una cuerda fina y se la entrega a Marcelle.

ANATOLE: Ahora amárrale las patas como yo te enseñé.

MARCELLE: Sí, papá.

Marcelle toma la cuerda y la pasa entre las patas de la gallina, tira el cuerpo hacia atrás y mira a un costado. Anatola la observa de cerca siguiendo cada movimiento.

ANATOLE: Cuidado, Marcelle. Cuidado por donde vas a pasar la cuerda…. No, no, por ahí no… Tiene que ir por el medio, por el medio…

MARCELLE: Disculpe… No me acordaba, papá…

ROSALIE: No sé que le enseñan en ese convento de monjas. Es dura de cabeza…

ANATOLE: Cállate Rosalie, y continua pelando esas papas.

Marcelle llora.

MARCELLE: No me acuerdo… No me acuerdo…

Anatole toma la cabeza de Marcelle y la besa varias veces en la frente, en los ojos y en las mejillas.

ANATOLE: No llore, hija, no llore, que yo la voy a ayudar…

Anatole toma las manos de Marcelle para anudar la cuerda a las patas de la gallina.

ANATOLE: Mire para acá… ¿Por qué mira para otro lado?... Así no se puede hacer un buen trabajo, Marcelle…

ROSALIE: Ya te dije que está rara…

MARCELLE: Bueno… Bueno…

ANATOLE: ¿Cómo debe hacerse el nudo, mi querida Marcelle?

MARCELLE: Ni demasiado tenso…. Ni demasiado flácido…

ANATOLE: Muy bien, hija, muy bien… Mire usted como quedó… Perfecto…

Marcelle esboza una sonrisa y se seca las lágrimas.

MARCELLE: Sí, papá.

Anatole toma la gallina, la acomoda sobre la mesa, coloca el cuello y la cabeza sobre una tabla de madera.

ANATOLE: La cuchilla, Marcelle.

Marcelle toma una cuchilla ancha y afilada y se la entre a su padre. Anatole, examina la cuchilla.

ANATOLE: ¿La afilaste como te lo pedí?

MARCELLE: Sí, papá.

ROSALIE: Te está mintiendo, Anatole. Yo no vi que la afilara.

ANATOLE: Cállate, mujer.

MARCELLE: Le juro papá que me llevó un día entero sacarle el filo.

ROSALIE: Estoy segura que no lo hizo, Anatole.

Anatole esgrime la cuchilla en dirección a Rosalie. Ella levanta el brazo y estira el cuerpo hacia atrás.

ANATOLE: Te he dicho que te callaras, ¿o es que no escuchas?

Rosalie pela papas y las coloca dentro de la olla.

ROSALIE: Sólo quería prevenirte para que no me reprocharas si la cabeza de la gallina no se desprende en el primer golpe.

ANATOLE: Si Marcelle dijo que le sacó el filo, la hoja debe estar tan delgada como la punta de un lápiz. ¿No es así, Marcelle?

MARCELLE: Así como usted lo dijo, papá.

Anatole acomoda el cuello de la gallina sobre la tabla de madera.

ANATOLE: Marcelle…

MARCELLE: Sí, papá.

ANATOLE: ¿En que lugar debe caer el filo?

MARCELLE: En… En el cuello…

ANATOLE: Ya sé que es en el cuello, mi querida Marcelle. Pero exactamente, ¿en qué parte del cuello?

Rosalie sonríe.

MARCELLE: Debajo de la cabeza…

ANATOLE: Ay, Marcelle, Marcelle… Cuantas veces te lo he dicho. ¿En qué vértebra debe caer el cuchillo?

MARCELLE: En la primera…

Anatole mueve la cabeza para ambos lados.

MARCELLE: En la segunda….

Anatole mueve la cabeza para ambos lados.

ANATOLE: En la cuarta vértebra cervical… La cuarta, Marcelle… Así…

Marcelle da un paso atrás, suelta varias arcadas y pone sus manos sobre el rostro. Anatole levanta la cuchilla y asesta un golpe en el cuello de la gallina separando la cabeza del tronco.

ANATOLE: Así… Cuarta vértebra cervical…

Anatole toma la cabeza de la gallina y se la muestra a Marcelle.

ANATOLE: Pero Marcelle, ¿qué haces con las manos sobre la cara?... Me imagino que viste cuando le corté la cabeza de un solo golpe… Lo has visto, Marcelle… Lo has visto… Fue limpio… Con la precisión de un cirujano…Ves lo simple que es.

Marcelle se quita las manos de la cara y con la punta de su delantal se seca los labios.

MARCELLE: Sí, papa.

Rosalie hablando para Anatole.

ROSALIE: No vio el acto, Anatole… No lo vio… Estoy segura que algo extraño le pasa…

ANATOLE: Bien… Bien…

Anatole gira la gallina y con el cuchillo le abre el vientre. Deja el cuchillo y ayudándose con las dos manos separa bien la abertura. Acerca la nariz al vientre y huele.

ANATOLE: Hum, se nota que es fresca, recién faenada. Huele, Marcelle, huele…

Marcelle se inclina levemente sobre la gallina.

MARCELLE: Sí, papa, es fresca…

ANATOLE: Pero desde esa distancia ¿cómo puedes saberlo?

MARCELLE: Por que usted lo ha dicho, papá.

ANATOLE: Ves, Rosalie. Deberías aprender de tu hija. Confía en mi olfato.

ROSALIE: En ese convento de monjas le enseñan sólo pavadas.

ANATOLE: Extráele las entrañas, Marcelle… Quiero ver como lo haces.

MARCELLE: Papá…

ANATOLE: Vamos, Marcelle… Si es muy simple. Te lo he enseñado miles de veces…

MARCELLE: Papá, se lo ruego…

ANATOLE: Vamos, vamos, que todo este operativo ya me ha abierto el apetito.

Marcelle acerca la mano al vientre de la gallina y la retira. Rosalie toma un plato y lo sostiene por la parte inferior con las dos manos. Marcelle cierra los ojos y aprieta la boca y acerca la mano lentamente al agujero.

ANATOLE: Rápido, Marcelle, rápido… que estoy perdiendo la paciencia… Y no te olvides de la hiel. La hiel no debe reventarse… Hay que sacarla entera para evitar estropear el ejemplar.

Marcelle empalidece. Aproxima la mano al agujero. Anatole se coloca detrás de Marcelle, aprieta su cuerpo contra el de ella, toma su mano y la fuerza a introducirla en el cuerpo de la gallina. Rosalie observa como Anatole mantiene apretada a su hija. Anatole mira a Rosalie.

ANATOLE: ¿Qué estás mirando, mujer? Siempre espiando, siempre husmeando… Porque no te abocas a las tareas de la casa y terminas de cortas esas papas como corresponde.

Rosalie aprieta la mandíbula, deja el plato sobre la mesa y corta las papas con furia.

ROSALIE: Es lo que estoy haciendo, Anatole… Como lo he hecho toda mi vida… Sin rezongar, sin quejarme…

Marcelle mira para un costado con la boca apretada en una mueca y forzada por Anatole introduce la mano en la gallina. Anatole le hace girar la mano dentro del vientre, hace que extraiga las entrañas del ave y que las deposite en el plato.

ANATOLE: Estás segura que has vaciado todo el interior…

Marcelle mueve la cabeza de arriba hacia abajo.

ANATOLE: No ha quedado nada adentro ¿No es cierto, Marcelle?

MARCELLE: Nada, papá.

ROSALIE: Estoy segura que algún colgajo a quedado en la carcasa…

ANATOLE: ¿Qué has dicho, mujer?

ROSALIE: Nada, no he dicho nada… Tan sólo corto mis papas…

Anatole dirigiéndose a Marcelle.

ANATOLE: Ahora limpia el interior con el trapo.

Anatole toma el plato de la mesa y huele las entrañas, cerrando los ojos y exhalando una bocanada de aire. Marcelle agarra el trapo de la palangana, lo retuerce y sostiene la gallina por la parte superior con dos dedos de la mano. En la otra tiene el trapo. Lo aproxima al hueco, estira el cuerpo hacia atrás y vira el tronco de costado apretando los ojos. La gallina se le escapa de los dedos.

ANATOLE: No, Marcelle, no… Así no se toma a la gallina. Aprieta la mano sobre el pecho, con vigor… ¿Qué sucede que estás hoy tan descuidada? Si éste procedimiento lo sabías de memoria… Hasta podías hacerlo con los ojos vendados…

ROSALIE: Te dije que está extraña… No es la de siempre…

ANATOLE: No he pedido tu opinión., mujer… Y continúa en tu tarea…

Anatole se coloca detrás de Marcelle, pega su cuerpo al de ella y toma su mano. Le abre los dedos y presiona la mano de Marcelle con su mano sobre el pecho de la gallina. Rosalie mira por el rabillo del ojo y corta las papas con furia.

ANATOLE: Es así, Marcelle… Con fuerza. Sintiendo la piel entre tus dedos…

Marcelle fuerza la mano hacia arriba y Anatole la presiona hacia abajo.

ANATOLE: Como cuando íbamos a juntar trufas en el campo siguiendo a los cerdos, ¿te acuerdas?

Marcelle mueve la cabeza de arriba hacia abajo.

ANATOLE: Ahora, mete el trapo en la carcasa…

Marcelle introduce el trapo en el agujero.

ANATOLE: Revuelve, Marcelle, revuelve hasta sentir que no ha quedado ningún resto de los órganos…

Marcelle gira la mano con el trapo en el interior de la gallina y lo retira rápidamente.

ANATOLE: No, no, Marcelle… No es suficiente… Revuelve más… Con fuerza…

Marcelle gime.

MARCELLE: Le juro papá que está todo limpio… Por favor…

Rosalie sonríe.

ANATOLE: Muy bien, Marcelle, muy bien, hija… Así se hace…

Anatole se da vuelta y mira a Rosalie.

ANATOLE: Ya has terminado con las papas y las zanahorias, mujer.

Rosalie toma la olla y se la muestra a Anatole.

ROSALIE: Aquí están. Cortadas en el tamaño exacto que a ti te gustan…

ANATOLE: Y a ti… ¿Te gustó el procedimiento, mujer?…

ROSALIE: No te imaginas cuanto… Lo he disfrutado cada segundo, mi querido Anatole…

Marcelle deja el trapo en la palangana. Anatole toma la gallina por las patas y la introduce en la olla. Se la entrega a Rosalie.

ANATOLE: Ya sabes mujer. Agrega un vaso de agua, dos cucharadas de aceite y una botella de vino blanco y….al fuego.

Rosalie sale con la olla.

Anatole se da vuelta, abraza a su hija que está con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo y le acaricia la cabeza.

ANATOLE: Has estado magnífica, mi pequeña Marcelle. Verdaderamente magnífica.

Oscuridad























MOMENTO II


Se escucha el tic tac de un reloj. Rosalie está sentada bordando. Marcelle aparece llevando varios libros en la mano. Rosalie levanta la vista y mira a su hija.

ROSALIE: ¿A dónde vas, Marcelle?

MARCELLE: A misa, mamá. A la misa.

ROSALIE: Tan temprano.

MARCELLE: El padre de la abadía de Saint Denis no puede venir al convento a la hora habitual y las hermanas decidieron adelantar el horario.

ROSALIE: Ah, el padre de la abadía de Saint Denis.

MARCELLE: Sí.

ROSALIE: Me enteré que está enfermo. Está tísico tirado en una cama. Vaya recuperación milagrosa que ha tenido. Se debe haber encomendado a todos los santos y las vírgenes del santoral.

MARCELLE: No puede ser.

ROSALIE: Me lo dijo Madame Lafornie y tú sabes muy bien que a Madame Lafornie no se le escapa ningún chimento que corre por las calles de París.

MARCELLE: Pues esta vez se debe haber equivocado.

ROSALIE: Puede ser. Nadie es infalible en esta vida. ¿No es cierto, hija?

MARCELLE: Si usted lo dice, mamá. Debo irme o llegaré tarde a la misa.

Marcelle sale.

ROSALIE: ¡Marcelle!

Marcelle retrocede.

MARCELLE: Sí, mamá.

Rosalie saca un libro pequeño y un rosario debajo del bordado.

ROSALIE: Tu libro de oraciones y el rosario.

MARCELLE: Ay, que olvidadiza que estoy. Son las tareas que me dan en el convento, madre.

Rosalie le entrega el libro y el rosario a Marcelle. Rosalie baja la vista y borda.

ROSALIE: ¿Estás segura de que son las tareas?

MARCELLE: Sí, que otra cosa podría ser.

ROSALIE: No sé. Las calles de París están tan… tan llenas de gente, jóvenes apuestos principalmente.

MARCELLE: Madre, si el camino de aquí hasta el convento lo hago contando las lozas del empedrado.

ROSALIE: Marcelle, Marcelle, yo he sido joven como tú y sé lo que es sentir la sangre pujando por las venas.

MARCELLE: ¿Qué quieres decir?

ROSALIE: Que he leído una carta escondida en uno de tus libros…

MARCELLE: ¡Madre!

ROSALIE: Y hasta me ha parecido graciosa, enternecedora. Me hizo recordar mi adolescencia.

MARCELLE: No deseo que pienses lo qué no es.

ROSALIE: Lo sé. Lo sé. Te aseguro que mis labios están sellados.

MARCELLE: Mamá, que papá no se entere.

ROSALIE: Este será nuestro secreto. Un pacto entre tú y yo. ¿No es cierto? Así de simple y así de fácil. Sin terceros en el medio.

MARCELLE: Gracias. Gracias, mamá.

ROSALIE: Vete o llegarás tarde a la misa.

MARCELLE: Sí, la misa.

Marcelle sonrie y sale. Oscuridad.








MOMENTO III

Se escucha un vals de Strauss, luego el tic tac de un reloj, seis campanadas, un zumbido rápido y un golpe seco. Silencio. Se oye el golpe de tres martillazos de madera y voces fuertes entremezcladas en una sala.

VOZ DE HOMBRE: ¡Orden en la sala!… ¡Orden en la sala!...

Silencio

VOZ DE HOMBRE: Señor Emile Coigny, he sido informado que usted mismo presentará su defensa ante esta corte.

EMILE: Así es, su Señoría…

VOZ DE HOMBRE: Estamos preparados para escucharlo. Pero le advierto, que el hecho de no haber aceptado un abogado para su defensa, no influirá en la evaluación final que este tribunal haga sobre su acto criminal.

EMILE: Lo sé su señoría…

VOZ DE HOMBRE: Muy bien, entonces puede comenzar…

El costado se ilumina lentamente con una luz amarillenta. Un joven de cabello negro largo y revuelto está vestido con unos pantalones ajustados, botas y una camisola blanca abierta en el pecho. Las manos las tiene presas con un par de grilletes. Levanta la cabeza y mira hacia delante.

EMILE: No es una defensa la que voy a presentarles. No estoy buscando escapar al castigo de la sociedad a la que he atacado… Reconozco un solo tribunal para que me juzgue y ese tribunal soy yo mismo… El veredicto de cualquier otro, no significa nada para mí. Simplemente quiero dar una explicación de mis actos y mostrar lo que me llevó a hacerlos. A mediados del año 1891 entré al movimiento revolucionario. Hasta ese entonces había sido educado para respetar y amar los principios de patria y familia, de autoridad y propiedad. Pero los profesores olvidan una cosa, que esta vida, con sus dificultades y derrotas, con sus injusticias e inequidades, nos abre los ojos a los que la ignoramos. Eso me pasó a mí, como le sucede a cualquiera. Me habían enseñado que la sociedad estaba abierta a todos los que fueran inteligentes y capaces, pero la experiencia me mostró que solamente los cínicos y los serviles conseguían un lugar en la mesa del banquete. Fuera donde fuese vislumbraba miseria entre muchos y alegrías entre pocos. Las grandes palabras que me habían enseñado a venerar como honor, devoción, deber, eran solo una máscara que ocultaba vergonzosas vilezas. El empresario que había amasada una fortuna a costa de sus trabajadores, era considerado un señor honesto. El diputado y el ministro con sus manos abiertas para recibir sobornos eran vistos como devotos seguidores del bien público. El guardián del orden que experimentaba un nuevo tipo de arma tirándoles a los chicos de siete años, había cumplido con su deber. Cada cosa que veía me daba repugnancia y me convirtió en el enemigo de una sociedad que la juzgo criminal e insensible.

VOZ DE HOMBRE: Resuma, Señor Coigny, resuma…

Se escuchan murmullos.

EMILE: La bomba en el café Terminus es la respuesta…

Los murmullos son más altos.

EMILE: …a vuestras violaciones de la libertad, a vuestros arrestos, a vuestra persecución, a vuestra guillotina.

Se escuchan voces fuertes entremezcladas y varios martillazos de madera. Hombre 1 está sentado entre el público vestido con pantalón, polera y zapatos negros.

HOMBRE 1: ¡Háganlo callar!…

Hombre 2 está sentado entre el público vestido igual que el hombre 1.

HOMBRE 2: ¡Anarquista! Sucio y asqueroso anarquista…

Se escucha los martillazos del juez y las voces bajan de volumen.

VOZ DE HOMBRE: ¡Orden!... ¡Orden en la sala o mandaré desalojarla!....

Los murmullos cesan.

VOZ DE HOMBRE: Y en cuanto a usted, Señor Emile Coigny, le advierto una vez más. Corte ese discurso panfletario y abóquese a su defensa.

EMILE: Así lo haré, Su Señoría. Señores del tribunal, es por eso que yo golpeo en forma aleatoria y no escojo mis víctimas. La burguesía tiene que entender que aquellos que sufren están cansados de sufrir, y mostrarán sus dientes golpeando brutalmente si ustedes son brutales con ellos. No se salvaran ni las mujeres ni los hijos de los burgueses…

Se oye un coro de voces alzadas. Hombre 1 se levanta y apunta con el dedo a Emile Coigny..

HOMBRE 1: ¡A la guillotina!....

Hombre 2 se levanta, mira alrededor, apunta con el dedo a Emile Coigny y grita.

HOMBRE 2: ¡Sí, a la guillotina con él!...

Oscuridad.














































MOMENTO IV


Se escucha un vals de Strauss, luego el tic tac de un reloj, seis campanadas, un zumbido rápido y un golpe seco. Silencio. La escena se ilumina lentamente con un tono anaranjado. Emile Coigny y yace acostado sobre los tres cubos blancos con las palmas de las manos detrás de la cabeza. Mira un punto fijo. Una luz blanquecina lo envuelve. Detrás de él hay una reja con gruesos barrotes. Se oye el sonido de una llave girando en una cerradura y el rechinar de una puerta que se abre. Entra Anatole vestido de levita con capa y sombrero. Se saca el sombrero y lo sostiene en la mano.

ANATOLE: Disculpe que lo moleste, señor, pero generalmente suelo verificar la contextura física de mis…

EMILE: ¿De sus?...

Silencio.

ANATOLE: … de mis ajusticiados antes de…

EMILE: …antes de llevarlos a la guillotina. ¿No es así, señor…?

ANATOLE: No suelo decir mi nombre.

EMILE: Tiene miedo que lo maldiga desde el otro mundo… Pierda cuidado. No creo en el más allá. Tan solo hay la oscuridad total, el sueño profundo y eterno de la no existencia. Porque la sustancia está aquí, sobre la tierra, y una vez que nos vamos, esa sustancia se esfuma en el aire, desaparece. Por lo tanto no tenga miedo. No volveré vestido como un fantasma para asustarlo en medio de una noche de tormenta.

ANATOLE: Hijo, ya he cortado más de doscientas cabezas en mi vida, y de esas doscientas, ningún fantasma vino a torturarme durante mis noches. No digo mi nombre, por cábala. Simplemente por cábala.

Emile se incorpora y se sienta.

EMILE: Disculpe mi ignorancia, pero no sabía que los verdugos…

ANATOLE: No, no, no…. Horrible palabra, horrible. Dígame mejor… ejecutor. Tiene un sonido menos drástico y es más maleable.

EMILE: Muy bien. No sabía que los ejecutores poseían cábalas.

ANATOLE: Como en todas las profesiones, mi querido joven… ¿Puedo llamarlo así, no es cierto? Porque por su edad presumo que usted podría ser… mi hijo.

EMILE: ¿Su hijo? ¿Qué ironía, no?

ANATOLE: ¿Por qué una ironía?

EMILE: Es como estar en la cima de una montaña y ver a Abraham con un cuchillo en la mano presto a sacrificar a su hijo Isaac…

ANATOLE: Hum, un anarquista versado en religión.

EMILE: Solamente que en este sacrificio, el dios llamado burguesía no mandará un ángel para detener el asesinato.

ANATOLE: Señor Coigny, esta celda no es una escena del antiguo testamento, y el hijo de Abraham no puso una bomba en el café Terminus.

EMILE: Si viviera hoy, no dude que lo hubiese hecho.

ANATOLE: Déjese de decir estupideces.

Anatole deja el sombrero sobre uno de los cubos.

ANATOLE: Me permite…

EMILE: Haga de cuenta que la celda es suya…

ANATOLE: Me gusta… Me gusta la gente que tiene sentido del humor… Y veo que usted lo posee en sumo grado…

Anatole se acerca a Emile, le hace girar el tronco y le palpa el cuello.

EMILE: No sabía que los verdugos…

ANATOLE:… ejecutores…

EMILE: …que los ejecutores se especializaban también en medicina…

ANATOLE: No confunda los roles, señor Coigny. No soy un doctor. Simplemente verifico la ubicación de su cuarta vértebra cervical.

EMILE: ¿Tan importante es saberlo?

ANATOLE: Sin duda, porque es exactamente ahí donde caerá el filo. En todas mis ejecuciones, nunca he fallado y le puedo asegurar que no sentirá prácticamente nada.

Anatole palpa las vértebras de Emile. Las acaricia.

ANATOLE: Tiene un lindo cuello, señor Coigny… Alargado y terso como un cisne…

EMILE: La palabra “prácticamente”, me inquieta. Es un gran signo de interrogación. ¿Significa entonces que sí podría sentir algo?

ANATOLE: Señor Coigny, confíe en mí. Nunca ha sido creado un instrumento tan preciso y delicado como éste. Es como un piano de concierto afinado a la perfección antes que se deslicen sobre su teclado las manos de Franz Liszt.

EMILE: Franz Liszt… ¿Qué?... ¿No me diga que lo escuchó tocar?

ANATOLE: Oh, sí. Sus rapsodias me estremecían con ráfagas de escalofríos que subían por mi columna vertebral hasta estallar en mi cerebro. Una maravilla… Una verdadera maravilla… Es la misma sensación que tengo al escuchar la hoja deslizándose por la canaleta.

EMILE: Ya veo. Extraña comparación hace usted señor, entre un instrumento de muerte y otro que engendra belleza.

ANATOLE: Sabe una cosa, nadie permanece neutro ante este instrumento y quién la divisa se estremece con misteriosos temblores, como si Franz Liszt estuviese ejecutando una de sus rapsodias. Pero para que voy a cansarlo con conversaciones de viejo…

EMILE: No, no me cansa, por el contrario, me interesa conocer a ese piano de cola con una navaja en su extremo que mañana va a acariciar mi cuello.

ANATOLE: La muerte, cualquiera sea la razón que la provoca, debe mantenerse digna… Y usted bien lo ha dicho, simplemente va a acariciar su cuello como si fuera una mano dulce y perfumada.

EMILE: Perfumada con olor a muerte…

ANATOLE: No, no, perfumada con olor a sangre…

EMILE: Veo que conoce muy bien su oficio.

ANATOLE: Imagínese, desde los diecinueve años que lo practico, primero como ayudante de mi padre, del cual lo he heredado y a mucha honra, y luego a la muerte de él, que Dios lo tenga en su santa paz (se hace la señal de la cruz), continué con la tradición de mi familia.

EMILE: Así que su trabajo de verdugo viene de tradición familiar…

ANATOLE: No voy a tomar en cuenta sus insultos. Sé que trata de chicanearme, pero no lo va a conseguir. Empecé desde abajo, sabe. Como un simple ayudante, transportando el patíbulo hasta el sitio de ejecución, y luego lo montaba y lo desmontaba para terminar guardándolo en un lugar bien protegido. Viajando de ciudad en ciudad cumpliendo con mi misión y ejecutando la ley del estado. Ah, y le puedo asegurar que siempre me esmeré para que el filo de la cuchilla refulgiera bajo el sol. Trabajo duro, hijo. Un trabajo duro… Pero cuando uno tiene tu edad, no hay nada que le pese.

EMILE: Excepto la cabeza de los condenados…

ANATOLE: Eso menos que nada. Quiere que le confiese algo. Cada vez que dejo caer el pesado filo, no hago otra cosa que expresar la voz del pueblo y eso exime a mi trabajo de cualquier tipo de emoción.

EMILE: ¡La voz del pueblo!… ¿Usted sabe lo que está diciendo, viejo loco?

ANATOLE: No me insulte porque yo no lo he insultado…

EMILE: Usted lo que expresa es la voz de la burguesía…

ANATOLE: No me venga con su discurso anarquista. Ya tuve bastante con escuchar las sandeces que dijo cuando se defendió frente a la corte.

EMILE: La anarquía triunfará…

ANATOLE: Hijo, siendo tan inteligente, como es posible que puedas pecar de ingenuo.

EMILE: Ya lo verá…

ANATOLE: Ni tú ni yo lo veremos.

EMILE: Sabe una cosa, viejo. ¿Sabe cuál es la diferencia entre usted y yo? Yo soy un condenado a muerte. Porque un condenado a muerte no es un hombre que va a morir, todos los somos, ni siquiera alguien que sabe que va a morir, todos los sabemos, sino un hombre que deja de serlo desde el momento en que sabe cuándo va a morir. La condena no es un hecho que es morir, sino un saber cuándo uno va a morir. Toda la humanidad se sostiene en ese no saber.

ANATOLE: Bien lo ha dicho usted. Su ejecución está marcada con hora, minuto y segundo. La mía, solamente Aquel que está en los cielos, la sabe.

EMILE: O aquel que está en el infierno….

ANATOLE: Infierno… Infierno… En pocas horas irá a conocerlo, mi querido joven…

EMILE: De acuerdo a su teoría cristiana, probablemente… Pero no me deje con la intriga… ¿Cómo es la máquina que acariciará mi cuello?

ANATOLE: ¿Realmente quiere saberlo?

EMILE: Por qué no…

ANATOLE: Una belleza. La cuchilla tiene un peso de sesenta kilos… Bastante considerable como puede ver, y al caer de una altura de dos metros con ochenta produce una aceleración enorme… El borde es oblicuo y convexo con lo cual le puedo asegurar que cortará su cuello con una precisión absoluta… Su cabeza quedará sujeta a un cepo circular donde reposará su cuello, mientras que su cuerpo permanecerá tendido sobre el abdomen…

EMILE: Veo que es un verdadero profesional… Que conoce el tema… Y dígame: ¿Mi muerte será inmediata o mi cabeza separada del cuerpo continuará viva por un cierto tiempo?

Silencio.

EMILE: Le he hecho una pregunta, viejo… Si tan bien conoce el instrumento, me imagino que debe conocer también sus resultados.

ANATOLE: No lo sé…

EMILE: ¿Cómo que no lo sabe? Ha cortado más de doscientas cabezas y no es capaz de responderme una simple pregunta…

ANATOLE: No es tan simple. Hasta los médicos no se ponen de acuerdo. Dicen que la cabeza no está muerta sino… moribunda….

EMILE: ¿Moribunda?...

ANATOLE: Sí, algunos sostienen que la cabeza cortada puede oír y pensar bastante tiempo después que ha sido separada del tronco, otros aseguran que el guillotinado está muerto ya antes de ser decapitado, desde el instante en que el pesado cuchillo golpea con su enorme peso la médula y el bulbo raquídeo antes de cortarlos… Hasta el científico Lavoisier, que fue decapitado durante la época del terror, se puso de acuerdo con un amigo para que observara cuantas veces él iba a parpadear, después que la cuchilla hubiera cercenado su cabeza. ¿Sabe cuántas veces abrió y cerró los ojos? Catorce… Catorce veces… Fue el tiempo exacto en que su cerebro escuchó el rugido de la multitud, experimentó los últimos olores, y sintió la brisa final sobre su rostro cuando el verdugo Sansón levantó su cabeza de la canasta de mimbre, para que la multitud se regodeara mirándola… Supongo que quiso realizar el experimento final de su vida, transformándose el mismo en un conejillo de indias… Qué irónico…. ¿No le parece?.... Pero quiere saber mi humilde opinión…

Emile está pálido.

EMILE: Lo escucho…

ANATOLE: Ningún decapitado ha retornado para contarnos lo que ha sentido…

Anatole ríe.

EMILE: Una realidad… Sí, una verdadera realidad…

ANATOLE: Que usted podrá constatar muy pronto…

EMILE: Así es, señor… ¿O todavía no puede decirme su nombre por cábala?

ANATOLE: No quiero que piense mal de mí, hijo, después que hemos sostenido semejante charla…

EMILE: Ya lo creo y así lo pienso…

ANATOLE: Me llamo… Anatole…

EMILE: Anatole… Anatole…

Emile fija la mirada en un punto.

ANATOLE: Porque repite mi nombre como si lo supiera… ¿Ya lo había escuchado antes?

Anatole queda congelado y una luz azulada lo envuelve. La mesa se ilumina con un contorno de luz rosa pálida. Emile se dirige hacia ella y se para en un costado. Entra Marcelle caminando lentamente. Lleva un salto de cama amplio color blanco y largo hasta los pies. El salto de cama está abierto y deja ver parte de su cuerpo desnudo. En sus brazos trae un acolchado color rojo. Se acerca hasta donde está Emile y se para frente a él. Se observan sus cuerpos. Marcelle extiende el acolchado sobre la mesa. Lo acomoda alisándolo. Se para frente Emile y lo mira a los ojos.

EMILE: Marcelle…

MARCELLE: Emile…

Se abrazan y se besan. Emile le saca lentamente el salto de cama que se desliza por el cuerpo hasta dejarla completamente desnuda. La abraza y besa. La toma en sus brazos, depositándola sobre el acolchado. La mira y acaricia.

MARCELLE: Acuéstate a mi lado, Emile…

Emile se sube a la mesa y se recuesta al costado de Marcelle con el brazo sosteniendo su cabeza.

EMILE: No me canso de mirarte…

Marcelle acaricia el rostro de Emile.

MARCELLE: Mi hermoso anarquista…

EMILE: Mi querida princesa…

MARCELLE: Una princesa que pertenece a una clase que repudias. ¿Cómo es que nos llamas? ¡Ah, sí!... Asquerosos burgueses. ¿Soy yo también asquerosa, Emile?

EMILE: ¿Qué me estás reprochando, Marcelle? Aquello en lo cual creo con todo mi corazón…

MARCELLE: No, no… No me importa si eres realista, anarquista o republicano… Lo único que me importas eres tú…

Se escucha un vals de strauss a lo lejos.

MARCELLE: Un vals… ¿Lo escuchas, Emile?…

EMILE: Sí, lo escucho. Es para nosotros, Marcelle…

Marcelle tararea el vals y acompaña el movimiento con los brazos. Emile la mira.

EMILE: Cuando te vi aquel día en la calle, caminando con los libros bajo el brazo…

MARCELLE: …yendo para el convento…

EMILE: …yendo para el convento…y te quise entregar uno de mis panfletos, me miraste por encima de las pestañas como diciendo fuera de aquí asqueroso revolucionario….

Marcelle ríe.

MARCELLE: Pero tomé el papel con la otra mano y lo puse en uno de mis libros.

EMILE: Aja, una niña burguesa llevando un panfleto anarquista entre sus libros.

MARCELLE: Un panfleto que la hermana Superiora descubrió y mandó llamar a mi madre escandalizada.

EMILE: Esas monjas se escandalizan por cualquier cosa…

MARCELLE: Mira si nos ven así, acostados, yo desnuda besándote, lo considerarían un pecado mortal…

EMILE: Un pecado por amor no es pecado… ¿sabías?

MARCELLE: No me importa nada, Emile. Desde el día que nuestras miradas se cruzaron en la plaza solo me importaste tú.

EMILE: ¿Y tu familia?

MARCELLE: Mi padre, Anatole Vanot, viaja bastante haciendo dinero y más dinero con su comercio de importación y exportación, y mi madre siempre está enfrascada en su vida aburrida y chata de ama de casa. Yo no quiero ser como ella Emile.

EMILE: No lo serás…

MARCELLE: Quiero hacer algo diferente. Algo que tenga fuerza, que tenga sentido…

EMILE: Lo harás, seguro que lo harás…

MARCELLE: ¿Lo crees?... Le tengo tanto asco a la mediocridad… Por eso te admiro. Nunca será un mediocre, señor Emile Coigny…

EMILE: No, Mademoiselle Vanot, nunca… Antes la muerte…

Marcelle le pone un dedo a Emile en la boca. La música del vals cesa.

MARCELLE: ¡Shhh! No la pronuncies. Mi padre Anatole dice que al pronunciarla, uno la está convocando, y que si en ese momento pasa a tu lado y escucha, te abrazará con todas sus fuerzas y no te soltará hasta insuflarte su aliento.

Emile ríe.

EMILE: Oh mi querida, eres tan supersticiosa como él….

MARCELLE: Me dijo que lo aprendió de su padre, y su padre, del padre de su padre…

EMILE: Viene de generación en generación…

MARCELLE: Tonteras de familia…

EMILE: Tú lo has dicho, Marcelle… Son tonterías de familia. Por eso vivamos el momento, el ahora, el hoy. No pensemos en mañana… Me parece verlo tan lejos y distante que apenas consigo distinguirlo.

MARCELLE: El mañana…. ¿Qué será de nosotros, Emile?

EMILE: Nos casaremos, tendremos muchos hijos y viviremos en el campo…

MARCELLE: Es una linda historia, lástima que no refleja la realidad….

EMILE: Creemos nuestra propia realidad, Marcelle, en este instante, en este segundo, imaginémosla verdadera…

MARCELLE: Una pena que el segundo se desvanece tan rápidamente como el agua que se escapa entre los dedos…

EMILE: Pero ese segundo será nuestro y nadie nos lo podrá quitar…

MARCELLE: Ven Emile, apoya tu cuerpo sobre el mío para fundirnos eternamente…

Emile desliza su cuerpo sobre el de Marcelle y la acaricia. Se besan. Una luz amarillenta cae sobre Anatole que está de espaldas a los tres cubos blancos juntos.

ANATOLE: Le vuelvo a preguntar, señor Coigny… Porque repite mi nombre como si lo supiera… ¿Ya lo había escuchado antes?

Emile alza la cabeza, mira un punto fijo en el espacio, se levanta sobre el cuerpo de Marcelle y se acerca lentamente a donde está Anatole. Se sienta en uno de los cubos. Marcelle se levanta despacio y bajándose de la mesa se cubre con el acolchado. Se aleja bajando la escalera y perdiéndose en el pasillo. La luz sobre la mesa se oscurece. Anatole mira a Emile.

ANATOLE: ¿No me quiere responder?... ¿Por qué?

EMILE: Porque no vale la pena…

ANATOLE: Sepa que ningún condenado le responde así a Anatole Vanot.

Emile se levanta pálido, se acerca a Anatole y le clava la mirada en los ojos.

ANATOLE: ¿Qué mira? Cómo se atreve a mirar de esa manera al Señor de Paris. Yo soy el Señor de Paris…

EMILE: Yo lo llamaría el verdugo de Paris. Un asesino legal empleado por el estado burócrata. Usted no existe, señor Anatole Vanot, porque solo existe a partir y en función de mi muerte. Yo soy su complemento necesario, ¿sabe?... Su complemento necesario…El que le da identidad, el que lo legitima, el que le da vida…

ANATOLE: ¡Ja! ¡Ja! Pobre imbécil, idiota y engreído anarquista… ¿Usted mi complemento necesario?… Usted basura inmunda, colocador de bombas, verme que debe ser extirpado de nuestra sociedad para que no la corrompa….

Emile lo mira fríamente.

EMILE: ¿Usted tiene una hija, Señor de Paris?

Silencio.

ANATOLE: ¿Una hija?

EMILE: Sí, una hija…

ANATOLE: No… No…

EMILE: ¿Está seguro?

ANATOLE: Tan seguro como que rebanaré su cabeza a la seis de la mañana.

EMILE: Si dijera usted la verdad, señor, mi cabeza no rodaría para caer en el cesto de mimbre.

ANATOLE: ¿Cesto de mimbre?… Veo que conoce más de lo que usted cuenta… Por lo visto ha asistido a alguna ejecución… Aunque el pueblo se queja, sabe… Dice que el proceso es demasiado rápido, demasiado fugaz… No hay suspenso, no hay drama… Y al pueblo le encanta el drama… La visión de lo inesperado… Por eso, cuando en el antiguo régimen se ejecutaba, se lo hacía poniendo en escena los componentes necesarios para entretener a la multitud por varias horas… Las tenazas, los martillos, las cadenas, los atizadores de fuego, todo eso se ha perdido… Ahora se ha tornado en algo excesivamente veloz, no hay entretenimiento, diversión, y la gente se aburre. Sabe una cosa, antes, para ejercer este oficio había que ser un verdadero artesano. Horas de aprendizaje y entrenamiento. Hoy, es todo tan mecánico, tan elemental, que la gente añora las ejecuciones que se hicieron durante el reinado de los Luises.

EMILE: Tiene razón. He visto como asesinaban a mis compañeros con esa máquina infernal. Sólo el espectáculo de ver a esos hombres que se asocian para matarnos, por orden de otros funcionarios igualmente correctos, que mientras tanto duermen con un sueño apacible, me subleva como una horrible cobardía.

ANATOLE: Cobardía… Cobardía… He sentido esa palabra materializarse ante mis propios ojos… Cobardía… A algunos de sus compañeros tuvimos que subirlos al patíbulo casi arrastrándolos… Le digo más, muchos lloraban como chicos…

EMILE: Marcelle…

Anatole empalidece.

ANATOLE: ¿Qué dijo usted?

EMILE: He dicho Marcelle…

Anatole se acerca a Emile y lo mira fijo en los ojos. Silencio. Gira bruscamente y se pone de espaldas a Emile.

ANATOLE: Ese nombre no significa nada para mí.

EMILE: ¿Está seguro?

ANATOLE: Tan seguro como que el patíbulo lo está esperando.

EMILE: Marcelle Vanot…

Anatole se toma la cabeza con las manos.

ANATOLE: No pronuncie nunca más ese nombre…

EMILE: Marcelle Vanot…

ANATOLE: Noooooo….

Oscuridad






































MOMENTO V


Se escucha el tic tact de un reloj. Rosalie está sentada bordando. Entra Anatole con el maletín.

ROSALIE: ¡Anatole!... ¿Qué haces aquí?...

ANATOLE: Te he sorprendido mujer.

Rosalie deja el bordado.

ROSALIE: Si me habías dicho que esta noche no volverías.

ANATOLE: Pero volví… Por muy pocos minutos, pero volví.

ROSALIE: Deseas que te prepare algo de comer.

Anatole apoya el maletín en el piso.

ANATOLE: Ya comí… Algo delicioso. Único. Un plato que alguien despreció antes de su ejecución. Pero continúa con el bordado. Sé que te calma los nervios, la ansiedad, te distrae, y es una de las pocas cosas que sabes hacer con propiedad.
ROSALIE: ¿Comiste el plato de una persona que van a ejecutar?

ANATOLE: Así es, Rosalie. Lo devoré porque en mi casa me enseñaron que la comida no se desperdicia. Y esa comida le costó muy cara al estado para ser desperdiciada. Algunas veces no entiendo a las personas. Se las agasaja con manjares, se las tiene en cuenta, y que obtenemos: el desprecio. Tú me desprecias, Rosalie.

ROSALIE: ¿Yo?

ANATOLE: Sí, tú. ¿Quién otra sino? ¿No eres por acaso mi mujer, mi esposa, mi amante?

ROSALIE: Anatole…

ANATOLE: No has respondido.

ROSALIE: Yo… Yo…

ANATOLE: Deja de tartamudear como esas viejas encerradas en el asilo de Chantilly. Igual que mi madre. Repetía las mismas palabras, una y otra vez, hasta conseguir que me taladraran la cabeza. No fuiste nunca a visitarla. Ni siquiera te acercaste al cajón para ver su cadáver.

ROSALIE: Anatole, el asilo de Chantilly me deprimía. Lo sabías muy bien. Y los cadáveres me producen repugnancia.

ANATOLE: El asilo también la deprimía a ella. Pero lo soportó estoica hasta el último suspiro. Y no hables así de los cadáveres. ¡Cuantas veces te lo he dicho! ¡No producen repugnancia! No son más que una masa informe de materia que pronto se descompondrá comida por los gusanos y las lombrices.

ROSALIE: No me hables así, por favor.

Rosalie se cubre el rostro con el bordado.

ANATOLE: Y como quieres que te hable, mujer. Si en pocas horas transformaré una piel lisa y rozagante y una musculatura fuerte y vital, en un manojo de carne inerte. Lo sabías. ¿No es cierto?... Respóndeme…

ROSALIE: ¿Qué?... ¿Saber qué?

ANATOLE: Lo que hacía Marcelle con ese anarquista.

ROSALIE: ¿Marcelle?

Las manos de Rosalie tiemblan aferradas al bordado.

ANATOLE: Sí, tu hija.

ROSALIE: Te juro, Anatole…

ANATOLE: No jures, no jures, Rosalie. Lo sé todo. Pero no me importa. Porque mañana cuando el reloj de la torre de la prisión toque las seis campanadas, toda esta farsa estará concluida.

Anatole toma el maletín y sale.

ROSALE: Anatole… Anatole… Yo no sabía que él era…

Oscuridad.












MOMENTO VI



Oscuridad. Se escucha el tic tac de un reloj y seis campanadas. Se oye la Rapsodia número 2 de Franz Liszt interpretada al piano. Se ilumina el sector donde están Emile y Anatole con una luz amarillenta y la mesa de la cocina con una luz blanca y opaca. Las dos personas vestidas de negro sentadas en la platea se colocan capuchones negros, se levantan y suben al patíbulo. La barra de la que cuelgan jarras, ollas y cacerolas se alza hasta desaparecer. Los dos hombres se encaraman a la mesa y extraen dos vigas de madera que colocan a cada lado. Entre las dos vigas ponen un cepo. Anatole trae una cuerda y amarra las manos de Emile detrás de la espalda. Tira varias veces del nudo. Los hombres vestidos de negro portan una tabla que tiene dos pares de correas prendidas a los costados. Anatole se saca el sombrero y se calza una capucha negra. Toma a Emile por el brazo, pero este se suelta empujando su cuerpo hacia adelante y camina hasta la punta de la mesa donde están de pie los dos hombres de negro sosteniendo la tabla. Se para frente a ella y Anatole sujeta el cuerpo de Emile ajustando las correas. Los dos hombres levantan la tabla sobre la cual descansa el cuerpo de Emile y lo colocan sobre la mesa. Anatole abre el cepo, pone el cuello de Emile y lo cierra. Se dirige a donde cuelga la cabeza de Emile y deja una cesta de mimbre en el suelo. Lo mira a Emile fijamente a los ojos. Los dos hombres vestidos de negro se colocan a ambos lados de la mesa. Se escucha un redoblar de tambores lejanos como fondo de la rapsodia número 2 que toca. Anatole se para al costado del cepo. Levanta la mano y acciona una manivela. Se escucha muy fuerte un zumbido rápido y un golpe seco. Anatole se acerca a la canasta de mimbre, mira en su interior, gira y mira hacia delante. Oscuridad. La Rapsodia número 2 continua tocando hasta el final.






















MOMENTO VII


Oscuridad. Se oye el tic tac de un reloj. Una luz tenue ilumina la habitación. Entra Anatole. Viste una levita negra, una capa y un sombrero de copa. Porta un maletín. Arroja el sombrero sobre uno de los cubos, se saca la capa y deja el maletín en el piso. Rosalie está frente a la mesa de madera acomodando cuchillos.

ROSALIE: Anatole ¿Eres tú?...

ANATOLE: Sí, mujer… Quién otro podría ser…

Rosalie se acerca a Anatole. Lo mira.

ROSALIE: ¿Todo ha terminado?

ANATOLE: Así es. Todo ha terminado.

ROSALIE: Qué alivio.

ANATOLE: Ya lo creo, mujer, ya lo creo. Aunque quedaron algunas cuentas pendientes.

ROSALIE: ¿Cuentas pendientes?

ANATOLE: Sí, cuentas pendientes… ¿Dónde está Marcelle?

ROSALIE: En su habitación…

ANATOLE: ¿Cómo? ¿No ha ido al convento de las monjas?

ROSALIE: Dijo que se sentía enferma…

ANATOLE: ¿Enferma?

ROSALIE: Sí, enferma. Fui a verla a su cuarto y la noté decaída, con febrícula…

ANATOLE: Febrícula…. Febrícula…

Sobre Anatole y Rosalie cae una luz azulada y quedan congelados. Entran corriendo y riéndose por el pasillo Marcelle perseguida por Emile. Marcelle luce un vestido claro de gasa con volados en las mangas y en el ruedo. Emile lleva un pantalón ajustado con botas, camisa y una chaqueta corta. Suben la escalera y se paran frente a la mesa que se ilumina con un tono rosado opaco. Marcelle mueve la cabeza para ambos lados.

MARCELLE: ¡Mira… Mira, Emile! Que atardecer maravilloso…

Marcelle apunta con el dedo un lugar indefinido.

MARCELLE: Y allá… La Torre Eiffel…

EMILE: Me revuelve el estómago ver ese esperpento en medio de la ciudad…

MARCELLE: Ay, Emile. No seas retrógrado…

EMILE: ¿Retrógrado?... Pregúntale al señor Eiffel, que es lo que desea demostrar al levantar esa mole de hierro absurda y sin ningún sentido…

MARCELLE: Es el progreso, Emile… El progreso…

EMILE: Progreso…. Le llamas progreso, Marcelle, al dinero que gastó ese señor para construir ese monstruo metálico mientras miles de parisinos se mueren de hambre…

MARCELLE: Emile, no empecemos de nuevo… Déjame disfrutar esta maravillosa vista…

Emile hace una leve inclinación de cabeza.

EMILE: Así es, mademoiselle, en la colina de Montmartre, la ciudad se encuentra a sus pies…

MARCELLE: Sabes una cosa, aquí mismo fue ajusticiado el primer obispo de Paris, por orden del gobernador romano Sisinnius Fesceninus por rehusarse a adorar a un dios pagano…

EMILE: Hum, que bien, versada en historia…

MARCELLE: Así que Sisinnius ordenó decapitarlo frente al templo de Mercurio que se levantaba en este lugar. Pero San Denis, después que fuera decapitado, tomó él mismo su cabeza y salió caminando…

EMILE: ¡Ja! ¡Ja! Ay, Marcelle, Marcelle, que historias ridículas te meten en la cabeza esas monjas…

Marcelle gira su cuerpo y señala con el dedo.

MARCELLE: Mira Emile, están levantando la Basílica del Sagrado Corazón. Dicen que va a quedar hermosa, toda revestida en mármol blanco… ¿Qué ironía no? Donde se levantaba un templo pagano, ahora se alzará una iglesia…

EMILE: Pagano, cristiano… ¿Cuál es la diferencia?, si es todo la misma porquería…

MARCELLE: ¡Emile!

EMILE: Lo siento, mademoiselle, por haber ofendido sus susceptibles oídos burgueses…

MARCELLE: No son susceptibles ni son burgueses…

EMILE: Si usted lo dice…

MARCELLE: Sí, yo lo digo…

EMILE: Puede perdonar a este profano, ateo e inculto revolucionario…

Marcelle se toma del brazo de Emile y apoya la cabeza en su hombro.

MARCELLE: Siempre, Emile… Siempre….

EMILE: Bajemos a ver el mercado de Montmartre…

MARCELLE: Sí, bajemos…

Emile toma a Marcelle de la mano, bajan riéndose por la escalera y se pierden en el pasillo. La luz sobre la mesa se oscurece, y Anatole y Rosalie son iluminados con una coloración anaranjada.

ANATOLE: Que Marcelle venga inmediatamente…

ROSALIE: Pero te he dicho que está con febrícula…

ANATOLE: No me interesa, así la debas arrastrar de los pelos la traerás a mi presencia…

ROSALIE: Continuas irritado, Anatole… ¿Qué? ¿El golpe no fue preciso y limpio como otros días?

ANATOLE: Oh no, mujer. No te imaginas cuán perfecto ha sido. Cayó exactamente sobre la cuarta vértebra cervical, sin desviarse ni un milímetro. Y el ruido de la cuchilla fue más estruendoso que nunca.

ROSALIE: ¿Entonces?

ANATOLE: Es que deseo ver a mi querida Marcelle, porque vamos a hacer una comida especial, y sin ella, esta preparación no tiene sentido.

Rosalie mira el maletín que está en el piso.

ROSALIE: Primero voy a guardar el maletín…

ANTOLE: No, no lo toques...

ROSALIE: ¿Por qué?…

ANATOLE: Pasé por la tienda de Madame Lafornie y había un suculento pedazo de res recién faenada… No me pude resistir… La compré y la traje en el maletín…

ROSALIE: ¿Carne?

ANATOLE: Sí, carne mujer, o estás sorda…

ROSALIE: Pero el médico te la ha prohibido. Sólo puedes comer ave o pescado…

ANATOLE: Me cansé, Rosalie… Me cansé… Quiero comer carne hasta sentir mi estómago tan hinchado que sólo el vómito me permitirá continuar comiendo más…
Y luego de las arcadas, lleno de voracidad y nauseas, revolcarme en mi propio vómito y excrementos…

Rosalie mira a Anatole, abre los ojos, aprieta la mandíbula y sacude la cabeza.

ANATOLE: ¿Qué miras mujer con esa cara de espanto? No soy un fantasma, ni siquiera una visión… Soy yo, el Señor de Paris… Tu marido, en carne y hueso… Siempre te gustaron mis historias, mis cuentos… Disfrutabas escuchando cada detalle de las ejecuciones… Cómo gemías cuando te las relataba, pero no de espanto… sino de placer… Y después me arrastrabas a la cama para trenzarnos como dos animales… Sudando, mordiéndonos, hasta sentir que la sangre se paralizaba en nuestras venas…

ROSALIE: ¡Oh, gemir!… Sí, querría gemir como una loba en celo y desangrarme en sudor enredada en las sábanas. Pero no… Estoy sola, sola en la cama… Esperando hora tras hora a que te dignes entrar en mi habitación…

Anatole le pega un cachetazo a Rosalie

ANATOLE: Tu impertinencia es abrumadora… No es esa la frase que debías haber dicho… ¿Cuál es, Rosalie? ¿Cuál es esa frase?...

Silencio. Rosalie se pasa la mano por el rostro donde recibió el cachetazo y lo mira a Anatole con furia. Anatole levanta la mano.

ANATOLE: ¿Cuál es la frase, Rosalie?

Rosalie con voz apenas inaudible.

ROSALIE: ¡Mentiras!... ¡Son todas mentiras!... No es verdad…

ANATOLE: No te escuché, Rosalie. Quiero oírte con voz fuerte y clara…

ROSALIE: ¡Mentiras!... ¡Son todas mentiras!... No es verdad…

Anatole acerca su rostro al de Rosalie.

ANATOLE: Así… Así… Muy bien… Y me lamías las manos, y me lamías los dedos, y me lamías los pies… Olfateando cada centímetro para husmear el olor de la sangre que impregnaba cada célula de mi epidermis…

Rosalie se tapa la cara con las manos.

ROSALIE: No… No…

Anatole toma las manos de Rosalie, se las saca del rostro y se las retuerce en las espaldas. Rosalie gime de dolor.

ANATOLE: ¿No es así como te gusta?... Atada con las manos en la espalda y yo abriendo tu entrepierna con mis rodillas esperando agazapado el momento de penetrarte con furia…

Anatole cierra los ojos, huele el cabello de Rosalie y exhala una bocanada de aire.

ANATOLE: Mi Dios, cómo gritas… Y te ponía un pañuelo en la boca para apagar tus gemidos mientras te susurraba en el oído como la cabeza se desprendía del tronco al caer la cuchilla… Te gusta sentir esa sensación de asfixia, ¿no es cierto, Rosalie?… De límite final… De muerte…

Rosalie trata de liberarse de Anatole.

ROSALIE: ¡Noooooooo!

Anatole la suelta empujándola. Rosalie trastabilla y cae.

ANATOLE: Vaya, mi ramera, vaya a buscar a mi pequeña prostituta… Dígale que su padre la está esperando para hacer una comida especial…

Rosalie mira a Anatole desde el piso con los ojos agrandados y la mano en la boca.

ANATOLE: ¡Vaya ya!…

Rosalie sale. Anatole toma el maletín y lo coloca sobre la mesa. Saca dos tablas de madera, algunos cuchillos y una gran olla. Abre el maletín, extrae un objeto ovalado envuelto en papel blanco, lo huele, exhala un suspiro de placer y lo coloca dentro de la olla. Rosalie entra arrastrando a Marcelle que está pálida, completamente despeinada y el rostro surcado por profunda ojeras. Anatole acomoda los cuchillos. Rosalie suelta a Marcelle que está con la cabeza caída, y se aproxima a Anatole.

ROSALIE: Ahí tienes a tu hija… Me costó un triunfo levantarla de la cama…

Anatole se da vuelta, mira a Marcelle y sonríe.

ANATOLE: Marcelle… Marcelle… Mi querida y pequeña hija Marcelle… Se te ve estupenda… ¿No pretendías dejar a tu padre solo que preparara la comida, cierto?...

Marcelle en un dejo de voz.

MARCELLE: No, papá…

ANATOLE: No te escuché, Marcelle…

MARCELLE: No, papá…

ANATOLE: Aja… Hum… Malo, malo, malo… Esa voz caída, sin fuerzas…

MARCELLE: Estoy con febrícula…

ANATOLE: ¿Febrícula?... La has escuchado, Rosalie… Dijo que tiene febrícula… Mi querida Marcelle, yo a tu edad trepaba los árboles más altos y del apetito me comía hasta los guijarros…

MARCELLE: Yo soy yo… Usted es usted…

ANATOLE: Has visto, Rosalie… Habla en código… Bien dice tu madre, no sé que te enseñan esas monjas en el convento… Bueno, bueno… Basta de chácharas y a preparar la comida que esta noche tenemos una celebración…

ROSALIE: ¿Una celebración?

ANATOLE: Así es, Rosalie… Una celebración…

ROSALIE: Pero… Pero qué…

ANATOLE: ¡Ah!... Eso… Eso es una sorpresa…

ROSALIE: Que yo recuerde, no tenemos nada que celebrar…

ANATOLE: Ay, que olvidadiza eres Rosalie… Nunca fuiste una mujer de muchas luces, pero ahora, más viejas te pones y más retardada estás…

Rosalie hace una mueca de furia.

ROSALIE: Solo pregunto, Anatole… Solo pregunto…

ANATOLE: Pues si supieras cerrar esa boca cuando corresponde, nos habríamos evitado más de un disgusto… ¿Qué se dice, Rosalie?...

Rosalie cierra los ojos y abre los párpados lentamente.

ROSALIE: Disculpa, Anatole…

ANATOLE: Muy bien… Muy bien… No eres una causa perdida, mujer…

MARCELLE: ¿Qué estamos celebrando, papá?...

ANATOLE: Una ejecución…

Marcelle tiembla.

MARCELLE: ¿Una ejecución?...

ANATOLE: Así es… Una ejecución perfecta, bellísima, inigualable…

ROSALIE: Anatole…

ANATOLE: De nuevo vas a abrir la boca cuando no corresponde, mujer…

Rosalie se muerde los labios.

MARCELLE: ¿Una ejecución, papá?...

Anatole le muestra las manos a Marcelle.

ANATOLE: Hecha con mis propias manos… Estas manos que van a preparar un suculento roast beef que está ahí en la olla…

MARCELLE: ¿Con sus manos?... ¿Un roast beef?...

ANATOLE: Sí… Lo deberías ver, Marcelle… Es una belleza… Lo cocinaré usando las mismas manos que te acarician, que te tocan, que te palpan…

MARCELLE: No entiendo… ¿Qué es lo que me quiere decir?...

ANATOLE: Que el viajante de comercio no existe… Es una ficción…

MARCELLE: Ficción…

ANATOLE: Sí, mi querida Marcelle… Porque yo soy el que soy…

ROSALIE: ¡Anatole!...

ANATOLE: Aquel que ejecuta la voluntad del pueblo, que observa el momento culminante de la redención…

ROSALIE: ¡Anatole, no!...

ANATOLE: Yo soy el Señor de Paris… Y hoy, exactamente hoy, cuando el reloj completó las seis campanadas, empuje la palanca para que la hoja de la guillotina cayera sobre la cabeza de ese infame anarquista… Eso es lo que vamos a celebrar… ¡La muerte de Emile Coigny!...

Marcelle cae de rodillas.

MARCELLE: ¡Nooooo!

Oscuridad.






































MOMENTO VIII

Rosalie está sentada en uno de los cubos bordando. Entra Anatole vistiendo una levita, con un sombrero y una capa. Porta un maletín. Deja el maletín en el suelo y da un bufido. Rosalie borda sin levantar la cabeza. Anatole mira a Rosalie. Silencio.

ANATOLE: Tan importante es el bordado, mujer…

Rosalie borda sin levantar la cabeza. Las manos le tiemblan.

ROSALIE: Estoy haciendo un punto muy complicado…

ANATOLE: No debe ser más complicado que las cosas que me están sucediendo…

ROSALIE: Puede ser…

ANATOLE: Puede ser, no… Es así… Como yo lo digo…

Anatole se saca la capa y el sombrero y lo lanza con furia sobre uno de los cubos.

ROSALIE: Sin duda será así, Anatole…

Anatole camina de un lado al otro con las manos tomadas en la espalda.

ANATOLE: Hoy nada me ha salido bien… Como si fuerzas ocultas se hubiesen combinado para atacarme…

ROSALIE: No seas supersticioso, Anatole…

ANATOLE: No lo soy… Nunca lo he sido… Pero tú no sabes, mujer… Ni siquiera te imaginas…

ROSALIE: No lo sé, Anatole…

ANATOLE: Por comenzar, la cuchilla no cayo sobre la cuarta vértebra cervical y no sé por que azar del destino se desvió, como si una mano invisible la hubiese movido de su eje… Y la cabeza no se desprendió con un corte limpio y preciso, sino que quedó colgando del maxilar… Necesité usar el servicio de mis ayudantes para que empujásemos la cuchilla con las manos hasta soltarla del tronco… Una verdadera burla, un verdadero ridículo, una ignominia…

ROSALIE: No siempre las cosas salen como uno prevé…

ANATOLE: Pero gracias a Dios, hay una anarquista menos rondando por las calles de París…

ROSALIE: Así es, Anatole…

ANATOLE: Pero ahí no terminaron mis desgracias…

ROSALIE: ¿Hay más?…

ANATOLE: Por supuesto que hay más… Las desgracias cuando vienen, vienen en tropel para avasallarte… Apareció el administrador del gobierno… No me dio el aumento de salario que le solicité… Y yo le expliqué, Rosalie… Le explique que con seis mil francos al año y descontando los gastos de reparación y mantenimiento de la guillotina, no podía mantener a mi familia en forma decente, dándoles el confort y el bienestar que ustedes se merecían… Y sabes lo que me respondió el desgraciado… Que no podía, porque el proceso era muy engorroso dado que no figuraba en la contabilidad de la administración pública… ¡Yo, el Señor de Paris, no existo en los papeles del estado!...

Rosalie deja el bordado. Anatole la observa. Rosalie baja la mirada.

ROSALIE: Una aberración… Una verdadera aberración…

ANATOLE: Lo único que hay es un simple contrato garabateado, porque la República no desea tener entre sus funcionarios al hombre que es el último eslabón en la administración de su justicia… Y aún más, dijo que el verdugo no tiene nombre, no tiene rostro, no es nadie, como no son nadie los cuatro tiradores innominados de los fusilamientos sumarios… ¡A mí, al Señor de Paris, se atrevió a decirme eso!

ROSALIE: ¡Qué horror, Anatole!... ¡Qué horror!...

Anatole se arrodilla al lado de Rosalie. Ella mira hacia otro lado. Las manos le tiemblan.

ANATOLE: Nunca me sentí tan humillado en mi vida… No, no, estoy mintiendo… Sí, antes pasé por una humillación igual cuando me arrebataron de las manos a mi primera prometida, la hija de un fabricante de guillotinas… Sabes lo que me espetó el desgraciado del padre en mi cara… Que no aceptaría jamás ver a su hija en brazos de un hombre que cada día acariciaba las cuchillas que él fabricaba…

Rosalie acaricia la cabeza de Anatole sin mirarlo.

ROSALIE: Mi pobre, Anatole…

ANATOLE: Hasta que te conocí a ti Rosalie, en el club de ciclismo al que concurría a diario… Y te cortejé con charlas galantes mientras recorríamos las afueras de París, ¿recuerdas?…

ROSALIE: Como si fuera hoy…

ANATOLE: Y el día que aterrorizado te confesé el cargo que desempeñaba dentro de la estructura del estado… Pero ni tú ni tu familia se incomodaron por mi oficio… Al contrario, siempre creyeron que era para el bien de la sociedad… Para mantenerla limpia, cristalina, sin manchas que la denigren…

ROSALIE: Nosotros te entendimos, Anatole… La sociedad te entiende… Ella, en su silencio diario, te agradece día a día por el esfuerzo que pones en tu trabajo… No pienses en lo que dijo ese empleaducho administrativo… Lo dijo por resentimiento, Anatole… Con seguridad que lo que tú ganas en un año, él necesita tres para conseguirlo… Además, somos solamente dos en esta casa y con lo que ganas nos alcanza y sobra…

ANATOLE: ¿Cómo está, Marcelle?

ROSALIE: Feliz… Feliz en el convento rodeada por el cariño y el afecto de sus queridas monjitas.

ANATOLE: Quién diría… Cómo se resistió al principio cuando le dije que debía hacerse monja… La tuve que llevar a la rastra hasta el convento, ¿te acuerdas?… Hasta que las hermanas le hicieron entender que los padres sólo desean el bien para sus hijos…

ROSALIE: Oh, y ahora la tienes que ver, Anatole… Aferrada noche y día a un crucifijo y alimentándose tan solo a pan y agua…

ANATOLE: Mi querida Marcelle se ha ganado el cielo, Rosalie… Se ha ganado el cielo…

ROSALIE: Y nosotros, junto con ella, Anatole…

Oscuridad.

Contacto: Autor: Geronimo Grillo geronimogrillo@yahoo.com.ar